31/5/10

La frontera nos espera al final de esta semana. No soporto contar más segundos atrás.

Necesito un paisaje violento. Y hermoso.

Firma de Juan Carlos Mestre en la Feria del Libro de Madrid

15/5/10

mojada


Arrastro por Almirante una humedad de esparto atada a mi pisada.
Podría ser aquí, en esta tienda de ropa de cristales,
donde tú y yo, otra vez, nos encontremos, y no sepamos
si nos conocimos antes de ahora o fue quizá
una alucinación, una espiga en la espalda, la imagen
de una pierna flotando en un canal.
Ahora que no crece de mi carne la letra
y de lo barroco poco recuerdo más
que salir del hotel a media noche,
escuchar una bronca bajo la bombilla roja
de un barco,
lamentar al regreso
el tosco vaivén de tus motores.

(escrito en la cabeza caminando de vuelta a casa un día laboral cualquiera bajo la lluvia)

11/5/10

Cosas que me dicen



S. y yo nos preguntamos, camino a Salamanca, qué sentido tiene. Al menos, me dice, tengo un lugar donde regresar para envejecer. Yo no, respondo. Ya estoy en ese lugar. El Sol cae sobre Castilla especialmente verde. Recordamos, mucho antes, cuando estuvimos allí, cada uno de una forma, jóvenes.
Quien no es comunista y se quiere comer el mundo a los 20, está loco. Y quien se lo quiere seguir comiendo a los 40, también, me dice un periodista retorciendo la cabeza desde su asiento en el bus que nos devuelve a Madrid. Y yo que, como decía mi abuelo, ya estoy más cerca de cumplir 40 que 28, hago oídos sordos.
Un mexicano simpático me deja en la puerta de casa. Qué fea está la cosa allá, ¿no? Sí, contesta. Yo soy de Sinaloa, así fue siempre para mí. Lo malo es cómo se extiende la mancha.
Y mientras el narco empuja desde el norte, entro en mi casa por primera vez en mucho tiempo antes de las seis de la tarde.


9/5/10

Sukram




Ganem echa el yogur sobre el pan. Abriendo mucho los brazos, espolvorea en la sartén enorme pistachos molidos y me dice: nosotros pensamos que Líbano, Siria, Jordania y Palestina son lo mismo. Luego vinieron los franceses, los ingleses, en fin.

Esto se llama Fatush.

Llevan cuatro días cocinando para la fiesta, en la mesa hay decenas de platos a los que no sé ponerles nombre. Un niño corre por el jardín buscando la pelota que Yasmine le tira. La madre sonríe desde lejos. El embajador se derrama el vino sobre la camisa de rayas. Yo me siento junto a un hombre del que no he podido aprender aún su nombre y al que he seguido en coche desde Madrid.

Todos se conocen de allá, cuando mojaban los pies cansados en una acequia de Damasco, de la facultad de medicina, de los arenales donde hoy se levantan difíciles edificios. Nosotros conservamos a nuestros amigos. Son familia para siempre. Y desde siempre, me explica Gualib. Me conmueve la hospitalidad, el roce de sus manos al hablar. Todos saben cómo me llamo, lo pronuncian Arúa, que es un nombre árabe. Significa bonita.

A la hora del té, me retiro de la reunión y salgo a la terraza. Una mujer me dice que fuma tabaco negro porque el rubio tiene ramitas y la picadura es basta. Ahora sé que es cubana. Y que nunca pudo regresar. Son las cosas que tienen las dictaduras, dice. Toma el té sin azúcar.

A veces me pregunto forzada qué hago allí. Rula me trae más vino, me sonríe, dice que es feliz. No había vuelto a probar namura desde que vivía en Palestina. Es difícil dejar de mirarla hablar en su lengua, gesticular, recibir el sol de la sierra.

Cuando regreso a Madrid, comienza la tormenta.

2/5/10

Para decir que no

Trajimos fituk del mercado.

Yo misma rellené la carne.

Te hubieras reído al verme meter dentro de su cuerpo pelado las semillas verdes, aplastarlas con los dedos, retirar la cara, muerta de asco. El cuerpo de un ave sin pluma muere sin virtud, sonrojado para siempre en los hornos de las casas. Quería contarte esto. Sentados en la escalerita de la puerta, viendo caer abrupta la tarde como un telón de vientos.

Mamá tuvo luego las manos llenas de virutas naranjas, heridas de óxido.

Saida y yo estábamos contentas. Nos retocábamos insistentemente el Hiyab. Esperamos encaramadas al escalón, verte aparecer por el valle del Ksab, al pie de nuestra casa. Con tu traje marrón, más holgado tal vez, como te fuiste. Algunas canas nuevas, arrugas que yo te estiraría con las manos hasta encontrarte.

Regresarías el mismo día que las ballenas cruzaran el Estrecho. Agitando las olas. Por eso, esta calima gris sobre nosotros, la presión en las sienes.

Sobre la mesa ha quedado el pavo, el trigo ablandado dentro. Arrugándonos las tres. La tristeza es un sentimiento que huele a humedad cerrada.

Pero no has llegado. No sabemos de ti.

Por eso te envío esta carta al otro lado.

Sin saber qué te impidió subir al ferry. Cruzar nuestra frontera.

Y mamá agarrada desde siempre a la baranda vieja.

Y volver a encontrarte con las mujeres de tu vida, arrinconadas, en esta esquina del océano.

Foto de David Ruiz, cuando cruzamos por primera vez el Estrecho en marzo de 2010