Cuando bañábamos las tardes en té de frutas y vino caliente. Aquellos días en que escribió su primera novela, y nos hicimos fotos junto a los papeles, escondidos todos de la nieve, en aquel cuarto estrecho que yo heredé, en el invierno de 2002, sobre el diván que destrozó mi espalda.
Quería recordar las tardes en las que nuestra única diversión era ir al supermercado en las bicicletas, cruzar el río, comer pan negro, respirar. La lluvia tras las inmensas ventanas del centro, el tic-tac de los dedos sobe el teclado, la botella a medias, las cartas que llegaban desde Madrid llenas de frases de las que, por suerte, nos hemos ido deshaciendo.
Aquella vuelta del sur con mi padre en la furgoneta, en la noche oscura del bosque alemán, contándonos sus primeros tiempos.
Mo ha tenido una hija que tiene sus ojos y vive en la casa donde nació su abuelo, en esta misma ciudad. Nos hemos perdido cosas importantes, algunas heridas. Pero no hace falta preguntarse dónde hemos estado. Porque volvimos a sentarnos a cada lado de una mesa de cocina y hemos hecho terribles planes de futuro.
Fui a ver a Mo porque quería recordar cómo me reía.