De mi primera casa, no
guardo recuerdo. Pero entonces era triste el agua siempre en el colegio. Las
ventanas grandes, con sus dos hojas, reteniendo el olor a garbanzo que salía
del comedor. Como si en aquella cocina las monjas solamente hirvieran
legumbres fofas. Detrás, una extraña libertad y los padres conduciendo por
alguna calle del centro. El sótano donde nos metían en los días de invierno.
Los gritos de las niñas despertando mis primeros dolores de cabeza sobre aquel infierno de suelo negro.
La lluvia en mi segunda casa nos dejaba siempre sin luz. Mamá
guardaba velas y cerillas en los cajones. Papá compró una linterna en Stuttgart
y la trajo y dijo “es como la de la policía”. Como jugábamos con ella de noche,
nunca estaba a mano cuando se quedaba oscuro. El campo soltaba el perfume
pegajoso de la jara. La casa se levantaba junto a las vías del tren. Por la
ventana, mamá miraba al horizonte. Podías perder la vista y el tiempo tratando
de ubicar cada lucecita. El abuelo decía que, hasta la presa que cortaba en dos
el valle, de noche, había un lago. Las luces de la casas eran para él pequeños
barcos de pesca esperando a que se parta en dos el temporal. Por la mañana, el
barro.
En Alemania tuve tres casas en un año. Podría haber empezado
a pensar en mis continuas mudanzas. Pero la lluvia caía, sobre todo, en la casa
de invierno. Llegué a la estación del funicular con lluvia. Arrastré mi maleta
por el empedrado mojado. Al final de una estrecha escalera estaban mis 16 metros
cuadrados. Desde aquella ventana vi el bosque bávaro cambiar de color. Hice una
fotografía de la ventana cada uno de los meses que allí pasé. Lloré de
desesperación una vez. Y me reí hasta romperme el resto. Todavía, cuando salgo
a la calle temprano y llueve, me vienen a la cabeza aquellos días. Luego llegó
el invierno. La nieve no hace ruido al caer.
Cuando en enero conducía hasta mi tercera casa en Madrid,
el termómetro del coche descendía tres grados en apenas unos metros. Algunos
animales salvajes huían de la carretera tras las antiniebla. Cuando llovía,
miraba al perro rubio calarse hasta los huesos en el jardín. El agua de la
piscina hacía círculos que se tocaban y desaparecían. Todos estuvimos de paso
allí durante diez años pero papá no paró de hacer cambios y reformas. Aquella
casa tiene el mejor jardín. A principios de un año, pinché 100 bulbos de narciso por todo el
terreno. El agua levantó la arcilla roja de la pista de tenis. El número 63 de
Machichaco está dormido ahora. Hasta la primavera, que vuelva el amarillo a
salpicar su tierra.
No recuerdo el agua sobre mi casa de Irlanda. Llovió cada mes. Pero todo lo borró otra lluvia que me caló desprevenida.
Llovió en México
durante tres semanas seguidas. Al volver del locutorio, una sandalia salió de
mi pie y flotó por la avenida abajo. Llegué descalza a la primera de mis casas
veracruzanas. El agua allí daba un brillo de plástico a las grandes hojas del platanero y
hacía mucho ruido. Aunque golpeaba sin furia contra el tejado plano. Por encima
de las Altas Montañas, los relámpagos iluminaban la sierra. Nunca he vuelto a
ver esa guerra en el cielo. Escribí durante dos días seguidos en una libreta
morada. Paseaba mojada, sin rumbo y sin tener a quién saludar. Para sentirme en
casa, me refugié en un hotel internacional y pedí un café. Entonces decidí
comprarme un secador de pelo. Pero nunca nada volvería a sacar de mí esa
humedad.
… de la lluvia en la casa donde vivo ahora ya hablaré cuando
me marche de ella.