27/3/13

parece Madrid la Araucanía


Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de llover que se ejercía como un poder terrible y sutil en mi Araucanía natal. Llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno.
Frente a mi casa, la calle se convirtió en un inmenso mar de lodo. A través de la lluvia veo por la ventana que una carreta se ha empantanado. Un campesino, con manta de castilla negra, hostiga a los bueyes que no pueden más entre la lluvia y el barro.
Por las veredas, pisando en una piedra y en otra, contra frío y lluvia, andábamos hacia el colegio. Los paraguas se los llevaba el viento. Los impermeables eran caros, los guantes no me gustaban, los zapatos se empapaban. Siempre recordaré los calcetines mojados junto al brasero y muchos zapatos echando vapor, como pequeñas locomotoras.

Confieso que he vivido, Pablo Neruda

15/3/13

#EBLS

sábado
barcelona
a partir de las 10 horas
en La Violeta de Gràcia
C/ Maspons, 6

encuentro de blogs literarios

allí estaremos
por si a alguien le apetece
no es que tenga yo mucho ni poco que decir
pero la entrada es libre
y la salida más

y barcelona debe estar al sol


11/3/13

pero por qué me hacen volver...





Acuérdate de Rocapartida y lo cuentas desde dentro, me obliga. Como si hiciera falta acordarse. Ese lugarcito es el último fin del mundo donde he estado. Acuérdate que llegamos de noche en la camioneta de Oswaldo y ocupamos dos cabañas. De los cangrejos bajo la luz de las linternas. Acuérdate que don Norber nos cortó leña y estuvo un rato con nosotros. Sandwiches de jamón, queso, chile y mayonesa. Acuérdate que, por más que le insistimos, él no quiso cantar. Sí cantaron los muchachos hasta que les dolieron los dedos de rasgar la guitarra y darle a las congas. Cantaron mejor que nunca. Que empezó con esa canción que, de pronto, se te clavó como la aguja de un reloj entre los ojos. Vértigo. Acuérdate de lo triste que estabas hablando de los temas que traías, del perfil de la luna sobre el agua, de cómo la hierba fue conquistada por los reptiles. Acuérdate que tú entonaste un flamenco asalvajado por el ron bajo alguna constelación inexacta ya. Que yo canté pero me olvidé la letra. Que estuvimos escuchando las estrellas fugaces. Por fin, en silencio. Todos tirados boca arriba con el cielo boca abajo. Acuérdate de la mañana siguiente. Cuando nos despertamos temprano pero pensamos que ya era mediodía porque el sol rayaba un horizonte curvo. Aquí nada es curvo, compáralo, aquí siempre aparece un edificio, un grito que nos distrae, una silueta. Allí el mar daba la vuelta sobre sí mismo y tú no sabías, me dice, qué era el norte y qué el sur. Acuérdate de los desayunos y las moscas. De la familia de don Norber cortando los plátanos a machetazos. Del paseo en la lancha, cuando vimos la roca partida y nos tiramos al agua y vimos los erizos del mar arrugarse bajo nuestra sombra. Acuérdate de la caminata por el borde del mar hasta la desembocadura. Allí el agua era fría pero tú no quisiste bañarte. Llevabas un palo largo en la mano y la toalla atada al cuello como una capa de heroína europea. Del pescado recién sacado de ese mar al fuego. Acuérdate que llegó la tarde y los muchachos se marcharon de pronto a sus obligaciones y nos quedamos allí, en ese fin del mundo, y trepamos hasta el faro y estaban rodando una película y vimos toda la costa desde arriba, con su verde; atravesamos campos de ganado y vimos la tormenta arder más allá de las últimas montañas. Acuérdate que dormimos y, a la mañana siguiente, tomamos, al menos, cinco autobuses para salir de allí y estuvimos viajando todo el día hasta la capital y ya tú no te quitaste esa nostalgia de la boca durante el resto del viaje. Acuérdate y me lo escribes para la revista. 

5/3/13

la lluvia sobre mis casas

De mi primera casa, no guardo recuerdo. Pero entonces era triste el agua siempre en el colegio. Las ventanas grandes, con sus dos hojas, reteniendo el olor a garbanzo que salía del comedor. Como si en aquella cocina las monjas solamente hirvieran legumbres fofas. Detrás, una extraña libertad y los padres conduciendo por alguna calle del centro. El sótano donde nos metían en los días de invierno. Los gritos de las niñas despertando mis primeros dolores de cabeza sobre aquel infierno de suelo negro.

La lluvia en mi segunda casa nos dejaba siempre sin luz. Mamá guardaba velas y cerillas en los cajones. Papá compró una linterna en Stuttgart y la trajo y dijo “es como la de la policía”. Como jugábamos con ella de noche, nunca estaba a mano cuando se quedaba oscuro. El campo soltaba el perfume pegajoso de la jara. La casa se levantaba junto a las vías del tren. Por la ventana, mamá miraba al horizonte. Podías perder la vista y el tiempo tratando de ubicar cada lucecita. El abuelo decía que, hasta la presa que cortaba en dos el valle, de noche, había un lago. Las luces de la casas eran para él pequeños barcos de pesca esperando a que se parta en dos el temporal. Por la mañana, el barro.

En Alemania tuve tres casas en un año. Podría haber empezado a pensar en mis continuas mudanzas. Pero la lluvia caía, sobre todo, en la casa de invierno. Llegué a la estación del funicular con lluvia. Arrastré mi maleta por el empedrado mojado. Al final de una estrecha escalera estaban mis 16 metros cuadrados. Desde aquella ventana vi el bosque bávaro cambiar de color. Hice una fotografía de la ventana cada uno de los meses que allí pasé. Lloré de desesperación una vez. Y me reí hasta romperme el resto. Todavía, cuando salgo a la calle temprano y llueve, me vienen a la cabeza aquellos días. Luego llegó el invierno. La nieve no hace ruido al caer.

Cuando en enero conducía hasta mi tercera casa en Madrid, el termómetro del coche descendía tres grados en apenas unos metros. Algunos animales salvajes huían de la carretera tras las antiniebla. Cuando llovía, miraba al perro rubio calarse hasta los huesos en el jardín. El agua de la piscina hacía círculos que se tocaban y desaparecían. Todos estuvimos de paso allí durante diez años pero papá no paró de hacer cambios y reformas. Aquella casa tiene el mejor jardín. A principios de un año, pinché 100 bulbos de narciso por todo el terreno. El agua levantó la arcilla roja de la pista de tenis. El número 63 de Machichaco está dormido ahora. Hasta la primavera, que vuelva el amarillo a salpicar su tierra.

No recuerdo el agua sobre mi casa de Irlanda. Llovió cada mes. Pero todo lo borró otra lluvia que me caló desprevenida. 


Llovió en México durante tres semanas seguidas. Al volver del locutorio, una sandalia salió de mi pie y flotó por la avenida abajo. Llegué descalza a la primera de mis casas veracruzanas. El agua allí daba un brillo de plástico a las grandes hojas del platanero y hacía mucho ruido. Aunque golpeaba sin furia contra el tejado plano. Por encima de las Altas Montañas, los relámpagos iluminaban la sierra. Nunca he vuelto a ver esa guerra en el cielo. Escribí durante dos días seguidos en una libreta morada. Paseaba mojada, sin rumbo y sin tener a quién saludar. Para sentirme en casa, me refugié en un hotel internacional y pedí un café. Entonces decidí comprarme un secador de pelo. Pero nunca nada volvería a sacar de mí esa humedad.


…  de la lluvia en la casa donde vivo ahora ya hablaré cuando me marche de ella.