14/9/14

"Si ya he matado a un hombre, que sean dos"

Empecé a leer aquel libro en el autobús verde que me llevaba de vuelta desde la universidad a casa de mis padres. Era el año 2000 (sin efectos). Yo no tenía dinero que gastarme y el del abono-transporte que me daba mi madre lo invertía en comprarme algún libro de poesía. Luego tenía que rascar los bolsillos de todos los abrigos de la casa (aquel armario blanco) en busca de monedas olvidadas que me llevaran y me trajeran de clase. Poco recuerdo más de aquello. Quiero decir que no tengo memoria de las cosas que sucedían a la vez que yo abría Ariel, de Sylvia Plath. Recuerdo el ich, ich, ich de uno de los versos. Yo había visto una sola foto de Plath y decidí cortarme ese mismo flequillo (cada uno tiene sus frivolidades). Amé ese libro sin convicción, como se aman algunas cosas que uno no entiende. Y a Ted Hughes entonces con su cuervo y su mentón,
Eres extraño, sales de un huevo
puesto por tu ausencia.

Pero los he reabierto este fin de semana. Porque vi la película donde una sobreintentísima Gwyneth Paltrow hace de Plath y Daniel Craig mejora a Hughes (físicamente, digo). Y, entonces, esto (aparte de que voy a volver a rascar en los bolsillos en busca de monedas porque me urge tener y ya Cartas de cumpleaños en mis manos):

«Papaíto», de Ariel, Sylvia Plath

Ya no, ya no,
ya no me sirves, zapato negro,
en el cual he vivido como un pie
durante treinta años, pobre y blanca,
sin atreverme apenas a respirar o hacer achís.

Papi: he tenido que matarte.
Te moriste antes de que me diera tiempo…
Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios, 
lívida estatua con un dedo del pie gris,
del tamaño de una foca de San Francisco.

Y la cabeza en el Atlántico extravagante
en que se vierte el verde legumbre sobre el azul
en aguas del hermoso Nauset.
Solía rezar para recuperarte.
Ach, du.

En la lengua alemana, en la localidad polaca
apisonada por el rodillo
de guerras y más guerras.
Pero el nombre del pueblo es corriente.
Mi amigo polaco

dice que hay una o dos docenas.
De modo que nunca supe distinguir dónde
pusiste tu pie, tus raíces:
nunca me pude dirigir a ti.
La lengua se me pegaba a la mandíbula.

Se me pegaba a un cepo de alambre de púas.
Ich, ich, ich, ich,
apenas lograba hablar:
Creía verte en todos los alemanes.
Y el lenguaje obsceno,

una locomotora, una locomotora
que me apartaba con desdén, como a un judío.
Judío que va hacia Dachau, Auschwitz, Belsen.
Empecé a hablar como los judíos.
Creo que podría ser judía yo misma.

Las nieves del Tirol, la clara cerveza de Viena,
no son ni muy puras ni muy auténticas.
Con mi abuela gitana y mi suerte rara
y mis naipes de Tarot, y mis naipes de Tarot,
podría ser algo judía.

Siempre te tuve miedo,
con tu Luftwaffe, tu jerga pomposa
y tu recortado bigote
y tus ojos arios, azul brillante.
Hombre-panzer, hombre-panzer: oh Tú...

No Dios, sino un esvástica
tan negra, que por ella no hay cielo que se abra paso.
Cada mujer adora a un fascista,
con la bota en la cara; el bruto,
el bruto corazón de un bruto como tú.

Estás de pie junto a la pizarra, papi,
en el retrato tuyo que tengo,
un hoyo en la barbilla en lugar de en el pie,
pero no por ello menos diablo, no menos
el hombre negro que

me partió de un mordisco el bonito corazón en dos.
Tenía yo diez años cuando te enterraron.
A los veinte traté de morir
para volver, volver, volver a ti.
Supuse que con los huesos bastaría.

Pero me sacaron de la tumba,
y me recompusieron con pegamento.
Y entonces supe lo que había que hacer.

Saqué de ti un modelo,
un hombre de negro con aire de Meinkampf,

e inclinación al potro y al garrote.
Y dije sí quiero, sí quiero.
De modo, papi, que por fin he terminado.
El teléfono negro está desconectado de raíz,
las voces no logran que críe lombrices.

Si ya he matado a un hombre, que sean dos:
el vampiro que dijo ser tú
y me estuvo bebiendo la sangre durante un año,
siete años, si quieres saberlo.
Ya puedes descansar, papi.

Hay una estaca en tu negro y grasiento corazón,
y a la gente del pueblo nunca le gustaste.
Bailan y patalean encima de ti.
Siempre supieron que eras tú.
Papi, papi, hijo de puta, estoy acabada.



Sylvia Plath con sus hijos, Frieda y Nicholas.
 
Sylvia, Ted y Frieda.

«Tótem», de Cartas de cumpleaños, Ted Hughes

Otras veces, a un lado, el pájaro azul de los ocho años.
Pero, sobre todo, corazones. O un sencillo corazón rojo.(...)
Pero cuando te arrastrabas buscando seguridad
al seno de tu Ángel de la Guarda
hallabas a tu Demonio Familiar. Como un posesivo
pez-madre, demasiado ansioso por protegerte,
te devoró.

Ahora todo lo que la gente encuentra
es tu libro color de corazón –la máscara vacía
de tu genio.
La máscara
de quien, abriendo los brazos para envolverte,
te devoró.

Los corazoncitos que pintaste en todo
permanecen, como rastro de tu pánico.
Lo que la herida salpicó.

La huella
de quien te capturó y te devoró sin duda.


.



La historia detrás, triste y oscura, la encuentran muy bien relatada aquí.